Dr. José Raúl Heredia

REFLEXIONES EN TORNO A LOS CONSEJOS DE LA MAGISTRATURA 
A PROPÓSITO DE LOS DIEZ AÑOS DEL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA DE LA PROVINCIA DEL CHUBUT

I. Introducción

El Consejo de la Magistratura, como método y órgano de selección y proposición de jueces, arribó a la Constitución Nacional fruto de la reforma de 1994. Argentina se sumaba, así, a otros cinco países que en el ámbito latinoamericano lo han instaurado, con distintas denominaciones y en diferentes épocas, a saber: Venezuela -Consejo de la Magistratura, art. 217 Const. de 1961, ref. 1973 y 1983-, Colombia -Consejo Superior de la Judicatura, art. 254 a 257, Const. de 1991-, El Salvador – Consejo Nacional de la Judicatura, art. 187 Const. de 1983 con las reformas de 1991 y 1992-, Perú – Consejo Nacional de la Magistratura, art. 245 a 249, Const. de 1979- y Paraguay – Consejo Nacional de la Magistratura, art. 262 a 264 Const. de 1992-. Y en el ámbito europeo, a Francia, Italia, España, Portugal, Grecia, Rumania y Turquía.
Estamos en un tema de los más complejos que el Derecho Constitucional puede exhibir: el de los sistemas de designación de jueces. De mis estudios del Derecho penal registro esta expresión, dedicada a la dificilísima cuestión de la relación de causalidad: se le ha llamado ¡la desesperación de los juristas! Ricardo Núñez destaca que la primera dificultad que el tema presenta es la abundante literatura existente para examinar las diferentes posturas científicas en torno del mismo, al punto que Jiménez de Asúa le dedica más de doscientas páginas en su voluminoso Tratado. Pues bien, de un modo análogo, creo advertir que este tema de los sistemas de designación de los jueces y funcionarios judiciales puede igualmente mencionarse como desesperante porque los muchos conocidos tienen en común que son merecedores de críticas por igual. Y porque ellos aparecen tan esencialmente ligados a la misión de administrar Justicia y a su perfeccionamiento, se comprende esa complejidad.

II. El Consejo de la Magistratura y su pertenencia a un sistema político.

Interesa localizar los orígenes de la institución. En tal sentido, empiezo por dar la razón al Dr. Alberto Antonio Spota; en forma muy breve, recuerdo lo que él afirmó: «El consejo de la magistratura integra e integró siempre, desde que se lo conoce en la Europa continental, un sistema político caracterizado por un conjunto de estructuras que le son coetáneas, y además que lo condicionan». Agregaba que el Consejo -y los antecedentes que lo configuraron- se da en determinada época, en función de ciertas circunstancias y en ciertos lugares de la tierra.
Concluía en que el Consejo de la Magistratura es una institución absolutamente ajena al sistema político de distribución de poderes a la manera norteamericana, que es la muestra, y a su esencia, pues el Consejo corresponde a estructuras en las cuales el juez administra justicia, y nada más. Entre nosotros, los jueces administran justicia y tienen capacidad de control de constitucionalidad, lo que los hace un Poder Judicial (ibíd.).

III. Europa, la idea de la separación de poderes, su visión de los jueces y del control de constituciona-lidad. El Poder Judicial como Poder y como Adminis-tración de Justicia.

Importa subrayar la visión europea de los jueces, de su dimensión institucional y del control de constitucionalidad. Resultará conveniente referirse, muy de paso, a una cuestión que parece ser de orden terminológico pero que tiene proyecciones más profundas: es la relativa a las expresiones «Poder Judicial» y «Administración de Justicia».
Destaca Manuel José Terol Becerra en su estudio sobre El Consejo General del Poder Judicial que en la Constitución española, conforme con una larga tradición histórica, que arranca en 1812, ambas expresiones son intercambiables, prefiriéndose por el constituyente la primera para tratar el aspecto orgánico y la segunda para el aspecto funcional del Poder Judicial. Entre nosotros, la Constitución de 1853/60 empleó la expresión «administración de Justicia» en el artículo 5º, al imponer las cinco condiciones a las provincias bajo las cuales les garantiza el goce y ejercicio de sus instituciones, y en el artículo 107 que autorizó a las provincias a celebrar tratados parciales. Ahora se emplea también en el inciso 3º del párrafo tercero del artículo 114. Ello no obstante, los autores nunca han dudado de la dimensión de Poder que inviste el Poder Judicial -así nombrado en la Sección tercera del título Primero de la Segunda parte-, como lo es en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.
Linares Quintana ha señalado muy bien que «es la función de freno y fiscalización que cada uno de los órganos del gobierno ejerce con respecto a los otros órganos lo que más esencialmente caracteriza al principio de la división de los poderes, que de otra manera no pasaría de ser nada más que una mera clasificación de las funciones estatales de acuerdo con el (precitado) principio de la división del trabajo». Ello no significa negar a Jellinek y su unidad e indivisibilidad del Estado, sino atender a la doctrina genuina del equilibrio del poder, de los frenos, de los pesos y contrapesos.
Aunque las constituciones europeas remarquen la independencia y el carácter de poder del Poder Judicial -vgr., art. 104 de la italiana, o el nomen del Título IV de la española y su art.117.1-, sabemos que él no alcanza allí la misma dimensión institucional que entre nosotros: los jueces no ejercen el control de constitucionalidad.
Es cierto que es posible encontrar una revalorización de la función de los jueces en Europa occidental; con el advenimiento del Estado Social, superador del abstencionismo liberal, la ley pasa a ser un medio para la realización de cambiantes fines políticos, que se traduce en luchas de intereses contrapuestos concretos en el ámbito del parlamento, como destaca Otto Bachof en su obra Jueces y Constitución (citado por Terol Becerra, cit.). La tradicional confianza en el parlamento da paso a la idea de que debe existir un contrapeso que proteja los valores superiores y el orden que la Constitución ha establecido: esa misión corresponde a los jueces, dice el citado autor. Esa revalorización de la función judicial queda de manifiesto en las constituciones europeas posteriores a la segunda guerra mundial.
Pero el control de constitucionalidad queda deferido a un órgano concentrado, como una suerte de transacción con antiguos dogmas. Así, el Tribunal Constitucional en España (Título IX, arts. 159 y sigs., C.e.) que no pertenece estrictamente al Poder Judicial. Allí está reducida la función judicial a lo contencioso, según el pensamiento de Hauriou, que le negó naturaleza política a la autoridad judicial. El Tribunal Constitucional español, en sentencia de 26 de enero de 1981, ha sentado que a él le corresponde afirmar el principio de constitucionalidad, entendido como vinculación a la Constitución de todos los poderes públicos.
Y Sánchez Agesta, aclara: «En esta valoración general incluimos el Tribunal Constitucional como un órgano más de la justicia, aunque es cierto que hay que distinguirlo de lo que la Constitución llama estrictamente el ‘Poder Judicial'». Más adelante, amplía el concepto: «…El Tribunal Constitucional es un Tribunal especial, al margen y en cierta manera superior a la organización judicial, que define un sistema de justicia constitucional concentrada o especializada, en que se atribuye a un órgano judicial especial esta función específica de protección constitucional».
En Francia, dice Javier Pardo Falcón -en su brillante tesis doctoral presentada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla sobre la Jurisdicción constitucional en la Quinta República-: «La función del control de constitucionalidad de las normas es hoy (…) la más importante de todas cuantas lleva a cabo el Consejo Constitucional, y la que lo ha situado en un lugar preeminente dentro del sistema político francés, sobre todo a partir de la protección que, por medio de su jurisprudencia, ha comenzado a ejercer sobre los derechos fundamentales y las libertades públicas de los ciudadanos».
Semejantemente, en sus Lecciones de Derecho Constitucional, Alessandro Pizzorusso se refiere a las funciones del Tribunal Constitucional destacando que, por contraste con los demás órganos supremos del Estado previstos en la Constitución de 1948, el Tribunal carece prácticamente de precedentes en la historia italiana.
No cabe, entonces, confundir los orígenes de los sistemas de control de constitucionalidad, el modo en que operan y sus efectos; el nuestro es de origen norteamericano -una de las tres fuentes que ha nutrido nuestro constitucionalismo, junto con el esquema de pesos y contrapesos del viejo derecho ingles y el dogma de los derechos individuales, de la Revolución Francesa, como lo enseñaba César Enrique Romero-. Todos los jueces están dotados de la potestad de declarar la inconstitucionalidad y no tan solo de propiciarla remitiendo la causa a un órgano especializado, sea éste más jurídico que político o viceversa.
El derecho público de las provincias, tantas veces innovador respecto del federal, ha contemplado en algún caso el Tribunal Constitucional, como en la Constitución de Tucumán de 1990, arts. 133 y 134. A su vez, en la Constitución de Córdoba (Art. 165)-y en las de Tierra del Fuego (art. 157) y Chubut (art. 179), que la han seguido- existe de algún modo una instancia concentrada, obligatoria, deferida a los Superiores Tribunales de Justicia, para conocer y resolver, originaria, exclusivamente y en pleno, las demandas de inconstitucionalidad de leyes y demás normas jurídicas. Aunque los demás jueces pueden declarar la inconstitucionalidad planteada por vía de defensas o excepciones, o, aún, adentrarse en el examen de oficio. Tales previsiones amplían, en mi criterio, lo que Pedro J. Frías llamó ha tiempo un control atípico de constitucionalidad en el derecho público provincial, refiriéndose a los efectos derogatorios de la ley que las sentencias de los máximos órganos jurisdiccionales provocan según disposiciones expresas de algunas constituciones.
Por fin, es dable encontrar expresamente establecida la imperatividad de los pronunciamientos de los superiores tribunales para todos los jueces inferiores, como en las Constituciones de San Juan (art. 209, bajo el nomen de Jurisprudencia vinculante) y de La Rioja (art. 143, bajo el nomen de Jurisprudencia obligatoria). Matices que no nos alejan de aquel sistema de control de constitucionalidad.
Podemos concluir en que la independencia del Poder Judicial, entendida entre nosotros, al menos en su conformación conceptual y dogmática, como en los Estados Unidos de Norteamérica, es, en cambio, una idea fuerza novedosa en los textos constitucionales europeos: «Se trata de un fenómeno relativamente nuevo, que es posible constatar originariamente en algunos textos constitucionales europeos del período de entreguerras (cita aquí el art. 102 de la Constitución alemana de 11 de agosto de 1919: ‘los jueces son independientes y sólo están sometidos a la ley’) y que se generalizará luego, tras la Segunda Guerra Mundial, a casi todas las constituciones actualmente vigentes de la Europa Occidental», destaca Terol Becerra (ob. cit., pág. 41). En España, la Constitución de 1931 proclamó por primera vez la independencia del Poder Judicial (ibídem., pág. 43), al igual que la actual (1978) que la predica respecto de los jueces (art. 117.1).

IV. El Consejo de la Magistratura en cuanto institución diseñada como garantía de independencia judicial.

Sin perder de vista lo dicho, hay que resaltar que el Consejo de la Magistratura es una institución pensada para reforzar la independencia de los jueces, que se añade a los principios tradicionales que han consagrado las constituciones, según lo indica el citado autor español: «Nuestra Constitución (…) no se ha limitado a contemplar los tradicionales instrumentos de protección de la independencia judicial descritos, pues ha creado además el Consejo General del Poder Judicial como mecanismo de garantía institucional que viene a sumarse a los anteriores…». Añadido, remarca, a la tradicional inamovilidad del juez y al sometimiento de éste a la ley. Y ubica el origen de «esta forma de garantía constitucional» en la Constitución francesa de 1946, que dedicó su Título IX a regular el Consejo Superior de la Magistratura, precedente de los Consejos de Italia (1947) y más tarde, siguiendo su ejemplo, de España (1978), como lo harían los textos portugués y griego. Empero, no alcanzó ese objetivo el Consejo francés, fracaso que unos atribuyen a la influencia de la presencia del Presidente de la República ya que éste designaba dos de sus miembros (como Georges Vedel), y otros, como Spota, achacan el desprestigio de la institución al tema del manejo de los fondos por el Consejo, además de los avatares políticos que acabaron con la Cuarta República.

V. Antecedentes y fines posibles de la recepción del Consejo de la Magistratura en el Art. 114 de la C.N.

Y bien: creo que, luego de esta brevísima reseña para ubicar histórica, política e institucionalmente al Consejo de la Magistratura, cabe detenerse a contestar estas preguntas: ¿Cómo arribó el Consejo de la Magistratura a la Constitución Argentina? ¿Cuáles fueron los reclamos y las necesidades para su incorporación? ¿Qué objetivos se persiguieron?
Estos y otros interrogantes han ocupado a los autores entre nosotros, no sólo desde un interés positivo y exegético de un instituto del derecho constitucional, sino vinculado al debate instalado en el Congreso nacional a propósito del cumplimiento de la manda constitucional de sancionar la ley orgánica, que es su competencia.
El Consejo de la Magistratura fue extraño a la Constitución Nacional, y a las constituciones de las provincias hasta 1957 en que el Chaco lo inauguró y Río Negro de algún modo lo anticipó; hasta entonces, las provincias siguieron el sistema, político de la constitución Nacional -que es el de la Constitución norteamericana-.
Excepcionalmente, en Chubut se adoptó un sistema fuertemente corporativo, en que los abogados proponían ternas al Superior Tribunal de Justicia para el ingreso a la carrera judicial, que la práctica extendió a los ascensos, debiendo mediar antes de la designación por el Tribunal el acuerdo legislativo. El modelo Chubut de 1957, dejado de lado por la Constitución de 1994, se pareció al Consejo de la Magistratura precisamente por su base corporativa. Pero, notablemente, no participaban los jueces y funcionarios judiciales en el sistema -aunque la ley 3760, que impulsé como legislador, les acordó ingerencia en una Comisión Técnica Asesora, con voz pero sin voto para no traicionar la Constitución-.
El ciclo constituyente provincial inaugurado por la Constitución santiagueña de marzo de 1986, ya exhibe una aceptación mayor del Consejo de la Magistratura como sistema de designación. Así, se lo ha incorporado en las constituciones de Río Negro -es posible distinguir dos Consejos en ella-, de Santiago del Estero, de San Juan, de San Luis, de Tierra del Fuego, de La Pampa, de Buenos Aires, lo mantiene la del Chaco de 1994, y la de Chubut de 1994 instaura su modelo de base parcialmente popular, inédito hasta él; la de Formosa de 1991 le ha permitido a la ley crear el Consejo (art.166).
Pero no puede decirse que la Nación haya abrevado en las provincias para moldear el Consejo previsto en el artículo 114, C.N. Por de pronto, conviene subrayar la motivación que la dirigencia política tuvo para decidir su incorporación. Quien ha sido tal vez el político que con más énfasis propició la adopción del Consejo, el Dr. Raúl Alfonsín, escribió sobre el tema que me ocupa: «La reforma debía procurar un Poder Judicial imparcial e independiente. Para ello, se hacía imprescindible cambiar el sistema de designación de los jueces (…) Creíamos indispensable la creación de un Consejo de la Magistratura integrado por jueces, abogados, académicos y representantes de los principales bloques del Congreso, que interviniera en la designación y remoción de los jueces, en la administración de recursos humanos, organizativos y presupuestarios así como en el mantenimiento de la disciplina dentro del sistema. Tal es el caso de España e Italia, por ejemplo».
Es posible extraer de aquí el origen político de la idea del Consejo de la Magistratura, cristalizada en la Constitución luego del «Pacto de Olivos», transacción que posibilitó la reforma de 1994 con reelección presidencial.
De otra parte, no es dudoso que ha servido de base el Consejo General del Poder Judicial, consagrado en el artículo 122, C.e. y, desde él, el consejo italiano. Hay que subrayar que algunas previsiones del artículo 114 de la C.N. no responden a los modelos español, italiano o francés; así lo ha destacado acertadamente Spota respecto del inciso 3º, relativo al manejo de fondos. Por ello, Alberto Bianchi agrega la influencia, tal vez, del Consejo de Colombia por su composición plural y sus funciones.
Asimismo, es posible retomar la idea de que el Consejo de la Magistratura tuvo el propósito, según la aspiración del constituyente de 1994, de propender a lograr la independencia de los jueces y aun conquistar una eficacia en el servicio de justicia de que estamos lejos. Enrique Paixao, que fue convencional en Santa Fe- Paraná, ha escrito: «La crisis judicial puede ser sintetizada en tres conceptos centrales: una crisis técnica -o de infraestructura -, una crisis institucional- relacionada con la antigüedad (y consecuente pérdida de eficacia) del diseño de los órganos judiciales y de los sistemas procesales-y una crisis política, relacionada con la manipulación de designaciones y decisiones, y vinculada con la pérdida generalizada de confianza publica en la justicia. Esta última fase es particularmente perversa, pues el cuestionamiento de algunas magistraturas importantes suele ser visto por la opinión pública como motivo bastante para poner en duda la integridad e idoneidad de un alto número de jueces, las más de las veces injustamente».
Creo que puede discutirse, con Spota, si fue acertado y necesario el cambiar de fuente, de cultura jurídica, con la finalidad de superar esas falencias y desvíos.
Lo cierto es que el consejo de la Magistratura esta entre nosotros y ha llegado para quedarse; entonces hay que asumirlo como todas las demás reformas de 1994, en los hechos y propender a su mejor realización.

VI. Entre la politización y el corporativismo. Las experiencias existentes.

Sin poder detenerme en las experiencias de los Consejos europeos, debo decir, en otro avance, que dos peligros se han cernido- y se ciernen- sobre esta institución: el peligro de la politización y el peligro del corporativismo.
Los dos peligros mencionados deben examinarse en relación con la composición y el modo de designación de los consejeros y, después, en el funcionamiento concreto del Consejo de la Magistratura. Se ha criticado la amplitud de las pautas que el artículo 114, C.N. fija para la posterior regulación del legislador infraconstitucional. La misma cuestión fue debatida en España durante el proceso de formación del art. 122.3 C.e. y, luego, a propósito de la redacción de la Ley Orgánica de su desarrollo -1/1980, de 10 de enero-, y de su reforma por ley 6/1985, de 1 de julio. Allí hubo de indagarse en la intención del constituyente y en los antecedentes de la norma a fin de examinar la constitucionalidad de las regulaciones orgánicas, debate particularmente relacionado con el modo de designación de los consejeros correspondientes a todas las categorías judiciales.
No fue igual la solución que el legislador dio en la ley orgánica 1/1980 que en la 6/1985 en España; en la primera, se previó que los doce vocales de procedencia judicial fueran elegidos por Jueces y Magistrados pertenecientes a todas las categorías judiciales. Y se aclaraba que los vocales de procedencia judicial serían elegidos por todos los jueces y magistrados en actividad, autorizándose al Reglamento de Organización del Consejo para disponer la celebración de elecciones por separado por determinadas categorías. Pedro J. Frías ha señalado que esto propició una fuerte agremiación de los jueces y por ello sugirió que sería mejor, para evitar ese efecto no deseable, que se integrara el Consejo directamente con los Presidentes de las Cámaras.
A pesar del consenso inicial con que contó la solución de 1980, se propició después que la designación de los veinte vocales del Consejo General, incluidos los doce de procedencia judicial, se realizase a propuesta del Congreso de Diputados y del Senado por mayoría de tres quintos de sus miembros. Se descorría hacia las Cortes Generales lo que había sido una facultad de los mismos magistrados y jueces.
La razón aducida fue que con ello se pretendía dotar de plena efectividad al principio incluido en el art. 117.1 de la Constitución, según el cual «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey», pues, al recaer en las Cámaras legislativas el nombramiento de los vocales del Consejo, se dignificaba todavía más a dicho órgano y sus miembros obtenían una legitimación aun mayor, siendo elegidos por los únicos representantes de la soberanía popular, investidos así los consejeros de la legitimidad popular exigida por los postulados del Estado social y democrático de derecho instaurado por la Constitución (Terol Becerra, cit.).
Interesa esta argumentación, esgrimida por Granados Caleros en representación del Grupo Socialista: sostendría que «…la confusión entre el Gobierno de las instituciones del Estado y de los sectores sociales ligados a estas instituciones por razones profesionales, económicas o sociales, supone el retorno a la llamada representación corporativa, esto es, la sustitución de la democracia tanto participativa como representativa por otro sistema político que no tiene por objeto la representación popular, sino la promoción de intereses sociales específicos» (ibídem).
Los partidarios de mantener el sistema de designación de los consejeros judiciales que contemplaba la entonces vigente Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, sostuvieron que esa propuesta pretendía convertir el órgano de gobierno del Poder Judicial en algo parecido a un comisionado de las Cortes, en detrimento de la independencia judicial. Aunque aceptaban que el art. 122.3 de la Constitución podía tener varias interpretaciones distintas (ibídem).
Un debate semejante se sostuvo en Francia, como recuerda Georges Vedel, respecto de la composición del primer Consejo Superior de la Magistratura. Decía: «Si se hace del Consejo un órgano reclutado entre los magistrados mismos y elegidos por ellos, se corre el riesgo de reestablecer ‘cuerpos judiciales’, Estado dentro del Estado, que fue una de las calamidades del antiguo régimen». Mientras que si se los designa por las Asambleas Políticas, se sustrae a los magistrados de la influencia del Gobierno para ponerlos bajo la del Parlamento, lo que no es preferible para su independencia.
En fin, por lo que sé, el debate, de altos decibeles políticos, se registró también en Paraguay respecto de la integración el Consejo instaurado por la Constitución de 1992.

VII. El Consejo de la Magistratura y potenciales conflictos de competencia en la relación con los poderes del Estado.

Las mismas cuestiones nutrieron en principio las fuertes diferencias entre el oficialismo y la oposición en el Congreso Argentino. Creo que en la Convención de Santa Fe-Paraná los acuerdos previos a su reunión y los que se tejieron durante su desarrollo, no alcanzaron para alumbrar un texto más preciso: quedó abierta, entones, una tarea de perfiles laxos para el Congreso, que auspició ese debate.
Acaso sea recomendable recordar que el Tribunal Constitucional español hubo de dirimir diferencias, al expedirse sobre una cuestión de competencia planteada por el propio Consejo General; y destaco lo resuelto en un recurso de inconstitucionalidad deducido por cincuenta y cinco diputados quienes consideraban la nueva forma de designación de los miembros del Consejo atentatoria contra la independencia del Poder Judicial. El Tribunal rechazó el planteo por entender que no podía sostenerse que la independencia judicial y la creación constitucional del Consejo General comportasen, como afirmaban los recurrentes, el reconocimiento por la Constitución de una autonomía de la judicatura -entendida como conjunto de todos los magistrados y jueces de carrera- y, en consecuencia, la facultad de autogobierno de ese conjunto (Terol Becerra, cit.).
En oportunidad de pronunciar el discurso de incorporación a la Academia Nacional de Derecho de Córdoba, a que aludo en la nota 1, anticipaba yo la eventualidad de que el Consejo de la Magistratura planteara en el futuro una cuestión de competencia en defensa de las atribuciones y prerrogativas que le confiere el artículo 114 de la Constitución, como lo hizo el Consejo General del Poder Judicial español. Ello, decía entonces, exige reflexionar sobre un sinnúmero de aspectos, tales como los relativos a su legitimación para obrar por sí en juicio y en representación de jueces, en representación del Poder Judicial o de intereses generales, a la competencia del órgano jurisdiccional y a su determinación para entender en semejante controversia, a su calidad de órgano de la Constitución, en fin, todos ellos materia de un riquísimo capítulo del Derecho Constitucional del Poder y de Derecho Procesal con base en la Constitución, sobre lo que ha trabajado Ángel J. Gómez Montoro en un libro admirable denominado El Conflicto entre Órganos Constitucionales, enjundioso examen de derecho comparado.
La cuestión no aparecía como improbable -hubo debate judicial en la Provincia del Chubut-, no solo porque ha pasado en otros países, sino porque la ley prevista en la Constitución de la Nación alumbraría entre polémicas y no conformó a muchos, especialmente a las representaciones corporativas. En estos días -decíamos aquello a mediados de 1996-, la crónica periodística refleja una fuerte controversia entre el Consejo y la Corte Suprema que tiene que ver con el manejo de recursos presupuestarios.
Frente a estas experiencias, que repiten vivencias de otras partes, es posible entender como muy negativa la atribución tercera prevista en el artículo 114, C.N. Y lo mismo podría señalarse acerca de la atribución cuarta.

VIII. La legitimidad y la independencia del Consejo de la Magistratura. La experiencia en Chubut.

Y es aquí donde arribamos a lo que podrían erigirse en los dos ejes centrales de esta exposición, que son nada menos que el atinente a la legitimidad democrática, de origen, del Consejo de la Magistratura y del mismo Poder Judicial, y el relativo a la independencia del Consejo de la Magistratura y a la independencia de los jueces.
Permítanme que diga cómo se ha pretendido resolver esta intrincada cuestión de la legitimidad democrática en Chubut.
La Constitución de 1994 incorporó el Consejo de la Magistratura. Separándose de los modelos conocidos, el Consejo de Chubut está integrado por cinco consejeros populares, que no pueden ser abogados ni empleados judiciales, sobre un total de catorce miembros -lo integran, además, cuatro abogados, el presidente del Superior Tribunal, que no preside automáticamente el Consejo, y un empleado judicial-.
Si los cargos judiciales habían derivado del quehacer de las corporaciones y de los legisladores, a partir de allí derivarían también de la voluntad popular, de alguna manera. Se creyó altamente beneficioso, en términos de asignar real poder e independencia a los jueces, que éstos puedan afirmarse en la decisión, libre y democrática, de sus pares, de los abogados en ejercicio de la profesión, e, igualmente, de representantes del pueblo, democráticamente elegidos, en elecciones generales. Se mantiene un control político, ya que la Legislatura debe prestar el acuerdo, en forma previa a la designación, la que es efectuada por el Consejo de la Magistratura, exigiéndose una mayoría calificada -los dos tercios de votos del total de legisladores- para el rechazo, que se debe fundar adecuadamente, del respectivo pliego y previéndose la automática aprobación del mismo si no se expide aquél en un plazo de treinta días.
El tiempo transcurrido desde su instalación, diez años ya, permite un primer balance de este Consejo. La participación ciudadana, que aparecía como problemática, que generó dudas y expectativas, ha dado frutos insospechados. Es, tal vez, el aspecto más elogiado por los juristas que han acudido ante la convocatoria del Consejo para intervenir en los concursos públicos de antecedentes y oposición.
Como toda obra humana, es perfectible el modelo; quienes estuvimos desde sus orígenes en la misma Asamblea Constituyente de 1994, y estamos cerca de él, conocemos que ello es posible. Cabe resaltar sus características y hacer algunas observaciones puntuales.
El modelo Chubut es un Consejo de selección y de designación de jueces y funcionarios judiciales -a salvo los ministros del Superior Tribunal de Justicia, el Procurador General y el Defensor General, quienes son designados por el gobernador con el acuerdo calificado (dos tercios) previo de la Legislatura-. No es un Consejo de destitución, atribución que se ha deferido a un tribunal o jury de enjuiciamiento integrado por un ministro del Superior Tribunal de Justicia, con dos diputados y con dos abogados de la matrícula, que deben reunir las mismas condiciones que para ser miembro del Superior Tribunal, elegidos por sorteo que realiza anualmente el mismo Tribunal.
Normalmente, la Legislatura elige un diputado por la mayoría y otro por la primera minoría que por lo general son abogados. De esa suerte, el proceso de destitución en sí queda en manos solo de abogados por lo común, es decir, no se ha quitado el sesgo corporativo a esta gravísima instancia, como, en cambio, se ha hecho en el caso del Consejo de designación. Propusimos otro Consejo, igualmente de base parcialmente popular para mantener la coherencia del sistema, idea que no prosperó en la Asamblea de 1994.
La Constitución de Chubut le asigna al Consejo la función de recibir denuncias sobre delitos, faltas en el ejercicio de sus funciones, incapacidad sobreviviente o mal desempeño, formuladas contra magistrados y funcionarios judiciales sometidos al tribunal de enjuiciamiento -se mantiene el juicio político, que se ventila en la Legislatura constituida en dos salas, de acusar y de juzgar, para los magistrados y funcionarios judiciales que no son designados por el Consejo conforme con lo que se ha dicho más arriba-. Y la de instruir el sumario correspondiente a través de un consejero que se sortea -excluido el empleado judicial-, quien debe remitir las conclusiones al Superior Tribunal o al Tribunal de Enjuiciamiento, según el caso.
Esta atribución, que, a mi juicio, es propia de otro modelo de Consejo -el que normalmente se erige también en órgano de destitución- es tal vez la que más problemas ha acarreado en la práctica y la que, desde un punto de vista teórico, puede criticarse. Hay que apreciar que el Consejo es un órgano que ejerce verdadero poder, y que, como todo poder, debe ser controlado y limitado. Por esta razón el constituyente de Chubut inteligió estas limitaciones, contenidas en la Constitución a las que se atuvo la primera ley orgánica del Consejo: a) impidió la reelección consecutiva de sus miembros; b) no le concedió facultad de destitución; c) no le atribuyó el manejo presupuestario autónomo ni ingerencia en el presupuesto del Poder Judicial ni en la administración de justicia en general -aspectos que ya han causado fuertes controversias entre la Corte Suprema y el Consejo nacional según he comentado-; d) interpuso el acuerdo legislativo previo -control político- aunque, previendo tensiones, prefirió acordar primacía a la tarea del Consejo al exigir el tratamiento expreso del pliego remitido por éste dentro de los treinta días de su arribo a la Legislatura, so pena de automática aprobación sobrepasado el mismo, y al requerir una mayoría calificada para el rechazo, y la fundamentación de éste; e) lo concibió como el órgano de la Constitución más federal, porque debe concurrir en pleno a cada circunscripción en que ha de cubrirse una vacante, lo que impide la «burocratización» y otros desvíos, como la insoportable carga a los presupuestos según puede observarse en algunos casos -Vgr., el Consejo federal, a mi juicio, unitario, ineficaz, costoso, pesado y burocrático-; f) en fin, no les asignó dietas a los consejeros populares ni retribución a sus miembros, declarando carga pública la función.
Es sencillamente impactante observar el funcionamiento del Consejo de Chubut: catorce personas deben fundamentar a viva voz, cada una de ellas, en acto de presencia pública irrestricta, su voto, explicando las razones que lo inclinan por un candidato y no por otro, luego de haber rendido un examen escrito y oral el postulante, de haber sido éste interrogado públicamente por el pleno en entrevista personal y de haberse escuchado las conclusiones de los juristas invitados al concurso sobre los antecedentes y la oposición de cada concursante.
Es difícil, por no decir imposible, controlar los desvíos de la persona humana, especialmente si ejerce poder, pero este sistema, notoriamente, auspicia la transparencia.
Si estuviéramos en situación de sugerir un modelo de Consejo, sugeriríamos éste de Chubut, con algunos ajustes. Por de pronto, quitaríamos la atribución de recibir denuncias e instruir sumarios; la tarea de selección y de designación de jueces es demasiado importante. La disciplina debe quedar en manos de otro Consejo, igualmente de base popular para mantener la coherencia y la puridad. Si el pueblo está directamente en el origen, debe estarlo en la instancia en que se juega la permanencia de quien ha sido por él investido de la función judicial. Se evita las presiones en el interior del mismo Poder Judicial -idea de democratización interna- y se impide la acumulación de mucho poder en un solo órgano.
En modo alguno sugeriríamos acabar con el perfil federal -itinerante- del Consejo, porque es uno de los aspectos que le acuerda notoria virtualidad, frescura, y lo acerca a la ciudadanía. Se hace austera su actividad porque se la asume como carga pública en principio, sin pretensiones de réditos políticos y de los otros. Aunque el prestigio que se adquiere por la probidad y lealtad con que el cargo de consejero se ejerce, puede ser un antecedente que catapulte a futuros cargos. Es un buen banco de prueba. Los partidos políticos deben entenderlo así, porque ellos son el único vehículo de acceso a los cargos públicos electivos; la Constitución de Chubut hizo una apuesta y propició que los consejeros populares no fueran siempre afiliados a una agrupación política, al postular que los cinco representantes del pueblo sean elegidos de una lista de candidatos no necesariamente partidarios [artículo 191 (2), C.Ch.].
Ello permitió que en el Consejo se sentaran profesionales universitarios, docentes, trabajadores, y que -único caso en Occidente que sepamos- un no abogado lo presidiera.

IX. Colofón.

En un modelo presidencialista, como el de la Constitución de la Nación Argentina, que siguió en ello a la norteamericana, el Consejo de la Magistratura aparece como una cuña, traída de otra cultura, como se ha señalado al principio.
En Chubut, el constituyente de 1994 quiso recostarse en la tradición corporativa instaurada por el constituyente originario, en 1957, quien ideó un sistema, único también en el país, en que los abogados, sin intervención de los magistrados y funcionarios judiciales, proponían ternas para el ingreso a la carrera judicial. Y, entonces, diseñó un Consejo con intervención de los abogados. Añadió, siguiendo la idea de la ley 3760, citada antes, la representación de jueces y funcionarios judiciales, agregó otra representación corporativa, la de los empleados, y, con la finalidad ya destacada, incorporó los consejeros directamente elegidos por el pueblo.
Si los jueces no son elegidos popularmente y si, en cambio, se ha optado por un sistema corporativo, mediante el cual un órgano integrado, con exclusividad o con preeminencia, por miembros del mismo Poder Judicial, designa jueces -«abogados mas abogados designan jueces», en una suerte de «hermafroditismo institucional» se quejo el Dr. José Ignacio Cafferata Nores en la Convención Constituyente de Córdoba, al oponerse a la incorporación del Consejo remarcando la dimensión política del Poder Judicial-, entonces, si es así, es menester destacar que sufre la legitimidad de origen democrático en tal sistema; no porque las corporaciones no sean democráticas sino en este doble sentido: primero, porque las corporaciones se eligen a sí mismas; segundo, porque no siempre, y no necesariamente, sus intereses, aun legítimos, han de coincidir con el interés general, el de la sociedad.
Recuerdo que Mauro Cappelletti, casi alarmado, como nos lo recordó en Trelew, destacó que en sus estudios de los de los tratados y sistemas procesales de diversos países encontró que había un gran ausente en todos ellos: el destinatario del servicio de justicia. Hay que superar con urgencia la idea conforme con la cual la administración de justicia les corresponde a los técnicos, con exclusividad, porque es un hecho técnico que los técnicos deben manejar. Y no entro aquí en la polémica acerca de si los jueces técnicos aventajan o no a los legos o populares, que reflejó, con una opinión que ya no comparto, nuestro gran Vélez Mariconde.
Digo: en todo caso, el servicio de justicia -y subrayo lo de servicio, con destinación, entonces, a la sociedad y con carácter de público -, es un hecho social, político, técnicamente conducido. Destaco tan solo la importancia de la participación de la ciudadanía en su quehacer, porque todos estamos interesados en la mejor justicia.
Recuerda Julio Cueto Rúa que el Obispo Hoadly acostumbraba decir que el verdadero legislador no era quien pronunciaba por primera vez las palabras de la ley, sino aquel que las pronunciaba de manera final y definitiva.
«Quis custodiet ipsos custodes?» ¿Quien custodia a los custodios? Es la gran pregunta que, como Juvenal, a quien recuerda Cappeletti, cabe hacerse. Interrogante que reitera Lorenzo Martín-Retortillo Baquer, en un trabajo dedicado al estudio de la separación y control de los poderes en el sistema constitucional español. Si se piensa en esto, la injerencia del poder político ha de comprenderse, al menos, como autorizada en un Estatuto constitucional. Yo me atrevo a decir que es plausible esa injerencia, que no debe asimilarse a la partidización de la justicia, aunque este sea un efecto no deseado, comprobable en la práctica, y de un modo casi grosero a veces. Y la participación del pueblo directamente en el Consejo de la Magistratura no partidiza por sí al mismo.
¿Existe un sistema que asegure efectos no deseados?
En Chubut, lo he dicho, el pueblo ejerce un control directo porque está sentado en el Consejo; al respecto, quiero señalar que la ausencia de representantes del pueblo en los Consejos mas difundidos, no ha impedido la fuerte politización de estos. En España, esa fue, precisamente, la razón para que se propiciara el cambio de la primera ley orgánica, a fin de evitar, lo dijo hasta el Tribunal Constitucional admitiendo esa finalidad, que las divisiones ideológicas, muy fuertes en la sociedad, se trasladaran al seno del Consejo y al propio Poder Judicial.
En un trabajo titulado «Crisis política y sistema judicial en Venezuela» Rogelio Pérez Perdomo ha escrito: «El hecho es que tanto la Corte Suprema de Justicia como el Consejo de la Judicatura y el Poder Judicial en su conjunto son vistos como apéndices de los partidos principales y, dentro de ellas, de la redes informales que lo penetran y que el publico denomina tribus. Por supuesto, no todos los jueces pertenecen a tribus ni son fieles a grupos políticos, pero los escándalos de la prensa son suficientemente numerosos para que la imagen general del Poder Judicial sea negativa…». Agrega que la partidizacion no ha sido el único mal de la justicia venezolana, refiriéndose después a la ineficiencia y a la corrupción.
El Consejo Nacional reconoce la presencia de los órganos de la representación popular que, porque no distingue la norma constitucional, han de entenderse del Ejecutivo y Legislativo- Diputados y Senadores -; se añade el control del Presidente, que no ha resignado su potestad de nombramiento de jueces (Art. 99, inc. 4, C.N., párrafo segundo). Si bien la terna es vinculante para el ejecutivo, el Presidente, señala Spota, no está obligado a enviar el pliego de alguno de los ternados; no podría enviar otro, pero podría retener sine die la propuesta. Y, como control político también, la potestad que ejerce el Senado- histórico- en cuanto el nombramiento debe hacerse con su acuerdo (Art. 99, inc. 4 cit). He dicho que este es un control político pero ello no quiere significar que el Senado no esté habilitado para apreciar si los procedimientos seguidos para la selección de los ternados han respetados garantías constitucionales: ¡el control constitucional está atribuido a los jueces, pero la defensa de la Constitución compete a todos los poderes públicos!
Obviamente, ni la terna ni la solicitud de acuerdo por el Ejecutivo tiene carácter vinculante para el Senado, en el sentido de obligar su decisión: puede rechazar el pliego remitido, en decisión que solo a él compete y que es irrevisable por los jueces, a salvo el control de estos sobre el procedimiento parlamentario.
Y, finalmente, el control jurídico, el que les compete a todos los jueces: los jueces de las instancias ordinaria tendrían competencia para entender, v. gr., en acciones de amparos promovidas parta resistir sus decisiones, en orden a sus procedimientos, reglamentos y otras que él adoptare, en virtud de lo que dispone el artículo 43, C.N. al consagrar dicha acción contra todo acto u omisión publicas (o de particulares) que en forma actual o inminente lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por la Constitución y la ley.
Luis María Diez-Picazo, en «Notas de Derecho Comparado sobre la Independencia Judicial» , señala que de nada serviría dictar normas que limitan la actividad de los gobernantes si ulteriormente, en la fase de aplicación contenciosa del Derecho, éstos pudieran influir en la resolución de los conflictos. Tengo en claro, pues, que control no debe confundirse con pretensión de subordinación.
Le concedo al Consejo de la Magistratura una importante misión en la órbita de las cuestiones relacionadas con la administración de justicia, entendida como reclamaba hace ya varios años Julio Cueto Rúa en un trabajo que él tituló «La Administración de justicia como administración» , aspectos que también hacen a la independencia de los jueces, que puede sufrir por un sinnúmero de causas estrictamente ajenas a las indebidas ingerencias políticas. Claro que, para que ello sea así, los gobernantes deberán tomar conciencia de la importancia que reviste para el mejor servicio de Justicia la asignación de los recursos económicos necesarios.
Al fin y al cabo, hicimos la reforma del Estado para conquistar buena educación, buena salud, buena seguridad y mejor Justicia, que son sus fines esenciales. Más que el debate por quien administra, es menester exigir primero que los recursos existan y existan en la medida de lo necesario.
Luego, creo que una sala del Consejo de la Magistratura en el orden nacional, para no traicionar la Constitución, integrada exclusivamente por magistrados judiciales, con dependencia directa de una representación de la Corte Suprema de Justicia, que reportaría exclusivamente a ésta, que se asemeje a las Conferencias que desde 1992 se han creado en los Estados Unidos de Norteamérica (la Judicial Conference of the United States y el Council of Federal Circuit Judges, que cuentan con el auxilio y los recursos técnicos suministrados por el Federal Judicial Center con sede en Washington) debería administrar esos recursos sin injerencias extrañas al Poder Judicial, porque un poder sin recursos, o que no los maneja, que es lo mismo, no es un poder, es solo un nombre. Acaso ello podría aliviar las tensiones.
En Chubut aspiramos afirmar que tenemos los mejores técnicos jueces, auxiliados por el pueblo; Gimeno Sendra, autor español, rescata la norma constitucional (artículo 125, C.e.) que autoriza a los ciudadanos a participar en la Administración de Justicia destacando que mediante su ejercicio, el ciudadano pasa a asumir directamente una función pública, cual es la del oficio judicial, derecho que es consustancial para la consolidación de la democracia y que puede contribuir notablemente al paso de una justicia autoritaria a otra consentida y refrendada por la sociedad entera.
En fin, ya se ve cuántas aristas presenta el tema: ¿cómo negar que hay aquí un resorte formidable para afianzar la independencia de los jueces, desde la participación, desde el compromiso del ciudadano con la administración de justicia?
Y ello querrá decir que la sociedad está dispuesta a sostener a sus jueces, que ganarán, con semejante apoyo, realmente en independencia.
El Maestro Pedro J. Frías sostiene que el derecho no es todo el orden social, sino sólo el orden del orden social. Y también dice que la Constitución vive a través de los comportamientos institucionales; si la sociedad quiere vivir dentro del orden jurídico y hacer vivir la Constitución, entonces tendremos buenos jueces, porque no habrá ciudadano dispuesto a pretender torcer su voluntad de ningún modo, ocupe el lugar que ocupe.
En definitiva, ¿cómo no repetir aquí que el mejor juez será el hombre más sabio, aunque no sea el mejor técnico -porque la sabiduría significa otra cosa-, el más humano, el más sensible, el más justo -el naturalmente más justo-, el más humilde – porque la sabiduría se lleva mal con la soberbia?-.
Dicen que en el frontispicio de la Academia de Platón podía leerse: «No entres si no eres Geómetra»; creo, semejantemente, que en las portadas de las escuelas judiciales y en las de todos los edificios en que se imparte justicia, debería inscribirse con letra de molde este mensaje para quienes van a ser jueces: «No entres si no eres buena persona». ¿Cómo no desear que la sociedad pueda descansar sobre la responsabilidad de las buenas persona? Las buenas personas serán infaliblemente independientes, cualquiera sea el sistema de designación por el que han accedido a la magistratura judicial, y aplicarán la ley y serán justos.
No es necesario, pues, que agreguemos en los frontispicios esta otra leyenda: «No entres si no te sientes independiente», bastará recordar que aquella otra engloba a ésta. Ya se comprende que debemos educar al ser humano, antes de perseguir la independencia del Poder Judicial. La enseñanza del derecho viene después, esencial porque nuestra magistratura es de base técnica y es grave, entonces, que los jueces técnicos desconozcan la técnica; pero nunca bastará ella sola.
Sé que hay muchas utopías en lo que digo: pero ¿cómo vivir sin ellas?

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